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Steven estuvo casi cuatro meses y medio sin sentir sus piernas. Trabajaba con una batea mientras una máquina retroexcavadora rasgaba la tierra unos metros arriba de él. De pronto un barranco se vino y quedó atrapado hasta la mitad de su cuerpo. “Me ayudaron los compañeros que estaban ahí. Cuando me sacaron tenía todas las piernas moreteadas y rayadas”.
A sus 16 años, Steven es uno de los 450 niños que, se calcula, trabajan en las minas de oro ilegales del municipio de Ataco, población del sur del Tolima, considerada como una de las más pobres del departamento, pese a la riqueza que, dicen, está en sus suelos.
Él sabe que ir a trabajar no es lo mejor para su vida, pero su necesidad ha sido más grande que su voluntad y hasta hace por lo menos dos meses iba a rebuscar entre las entrañas de la tierra el ‘orito’, como dicen en las calles de Ataco, que les daba el sustento a él y a su familia. “Estábamos mal económicamente, nos tocó ir desde pequeños porque mi mamá, mi papá y mi padrastro nos lo pedían y ellos nos enseñaron a mí y a mi hermano mayor”.
Como la familia de Steven hay muchas en esa población que viven de la minería, un oficio de tradición en ese municipio tolimense, ubicado a unas cuatro horas de Ibagué y al que se llega por una carretera pavimentada en mal estado, que bordea al río Saldaña. Desde siempre se ha practicado y después del 2009, cuando hubo un ‘boom’ de la minería ilegal en las montañas, se disparó la asistencia de menores, según dice el alcalde de la población, José Antonio Jiménez Narváez.
“Llegaron familias de todo el país. De Antioquia, de Marmato, Caldas, del Chocó”, enumera Jiménez. Y esas familias empezaron a llevar a sus niños a trabajar porque no tenían dónde dejar a sus hijos, a la vez que obtenían mejores ganancias. Con esto, la población atacuna empezó a llevar con más frecuencia a sus menores a las minas, al tiempo que el costo de vida subía desproporcionadamente: “Una gaseosa que costaba 800 pasó a costar 1.500 o 2.000 pesos”, cuenta el alcalde.
Es así como hoy, pese a que ha habido un gran esfuerzo gubernamental por acabar con la ilegalidad, la tradición se mantiene e involucra a los menores de edad.
Un pueblo tranquilo
Al llegar a Ataco, todo parece normal. Las calles son pavimentadas, la Alcaldía, la iglesia y la Policía rodean el parque central. El calor sube más de 30 grados y los atacunos trabajan en sus negocios como papelerías, droguerías, hoteles o restaurantes. Pero el ambiente normal, como dicen sus pobladores, es que las calles estén solas.
“La gente se va desde temprano para las minas”, dicen a voces escondidas, al tiempo que murmuran: “Aquí los niños aprenden primero a manejar la batea, antes que hablar”.
No hay un lugar fijo, ni una veta conocida. Se dice que por toda la población y las montañas de sus alrededores hay oro y por eso hay distintas modalidades de extracción.
La primera es en el río Saldaña, el mayor afluente que pasa cerca al casco urbano y en las que adultos y niños se meten hasta la cintura, con palos con los que escavan el fondo del río para sacar arena. “Ahí los niños lo que hacen es poner la tierra en la batea y empezar a limpiarla con el agua para ver si sale el polvo de oro”, dice un líder minero del pueblo.
Otra forma es en las laderas del río en socavones improvisados. Allí, tanto chicos como grandes, cavan con pica y pala huecos de hasta 50 metros de profundidad para extraer el metal. Steven cuenta que una vez hizo uno de esos. “Fue el día que más gané. Saqué más de 8 gramos y me pagaron 800 mil pesos, que utilicé para comprar mercado y enviarle dinero a mis abuelos que también viven mal económicamente”. Pero es peligroso, advierte. Para hacer eso no sólo hay que tener fuerza, sino saber defenderse en el agua porque para poder separar el oro de la tierra hay que poner de nuevo en la batea y por lo tanto a los huecos profundos se les deja entrar agua del mismo río.
La última es en las montañas. Hoy puede ser una cercana al pueblo, mañana una muy lejana. Lo que se hace o, hacía, porque según el alcalde, esta minería ya no se permite a menos de que sea legal, es ir con maquinaria pesada como retroexcavadoras, que tajan la montaña. A esto se le llama los cortes y muchos pobladores van con sus hijos cuando saben que los hay. En uno de estos fue que Steven, quien trabaja en las minas desde los 10 años, se lesionó y vio morir a dos niños, más o menos de su edad.
Pero hace un buen tiempo en Ataco no hay cortes y el que había legal se cerró porque no dio la producción que se esperaba. Así que un día cualquiera los mineros pueden buscar en el río, otro en una quebrada donde se rumorea que hay oro, pero todos los días se hace el intento de encontrar aunque sea un gramo del polvo de oro.
Así lo asegura Teresa*, quien lleva a su hija a la mina desde los 11 años, porque de lo contrario, no tiene para la comida. “En este pueblo no hay nada más qué hacer”, dice Teresa, palabras que confirma su pequeña Marina, repitiendo la frase “sí, en este pueblo no hay nada más qué hacer”.
Sin diagnóstico oficial
En cualquiera de las tres modalidades no hay un punto definido y asisten niños, bien sea con sus padres o solos. Recientemente, según varios pobladores consultados por ELTIEMPO.COM, los que tienen cortes ya no dejan entrar niños a sus minas.
Sin embargo, cuenta Steven, “a veces, en mina abierta, son los 200 o los 400 niños trabajando. Son niños que uno no ve que vayan al colegio, sino que van, como uno, por necesidad económica, o porque ya son padres de familia que buscan un ingreso para sostener a sus hijos”.
Los 200, 450, o tan solo uno, son una gran cantidad para uno de los trabajos que más riesgos tiene y que es considerado uno de los peores trabajos infantiles. Pero en Ataco no hay un diagnóstico definido de la situación.
El alcalde asegura que son 450 menores los trabajadores en las minas, y que podrían ser hasta 600 teniendo en cuenta el casco urbano y rural, pero no hay un censo que confirme los datos, pues el anterior comisario de familia que había hecho las encuestas salió del pueblo por problemas de captación ilegal de dinero y con él se llevó los documentos que confirman la cifra.
El Instituto Colombiano de Bienestar Familiar (ICBF), por su parte, ha hecho un trabajo de campo desde que se conoció la problemática y trabaja con una segunda lista de 111 niños, de los cuales 33, han confirmado trabajar en las minas. Según el nuevo comisario de familia, César Augusto Díaz Oviedo, luego de nuevas verificaciones, ya son 44 los niños del mismo listado que han reconocido trabajar. “Lo que nos falta identificar es cuáles de ellos lo hacen en las minas y cuáles en otras cosas”, afirma Díaz.
Según el alcalde, la situación no se ha podido diagnosticar porque los padres de familia temen, por un lado, que el ICBF o, inicie un proceso para retirar a los niños de sus hogares, o les quite programas y subsidios como Familias en Acción, al descubrir que en efecto, como adultos, permiten que los menores vayan a las minas.
Lo que, asegura el ICBF, no pasará, pues lo que se hace por medio de los Comités de Erradicación de Trabajo Infantil (Ceti), es que los niños dejen sus trabajos y asistan a estudiar. Lo que se busca en Ataco es ayudar a erradicar el trabajo de los menores por medio de un trabajo de sensibilización, según informó Carlos Eduardo Buenaventura, director del ICBF, regional Tolima.
Sin embargo, EL TIEMPO pudo comprobar que hay muchos padres que temen decir la verdad ante las encuestas, debido a los temores de que les quiten a sus niños. Es el caso de Teresa*, quien no lo reconoce y asegura conocer más padres que tampoco lo hacen por el mismo temor. Steven lo reconoció por sí solo y asegura que ya no volverá más a trabajar, para poder hacer realidad su sueño de ser mecánico automotriz.
Otros padres, como Eustorgio*, reconocen que su hijo de 17 va al río a buscar oro, después de que él tuvo un accidente que le impide volver a trabajar, pero tampoco quiere que se lo quiten.
Alternativas
Según cifras oficiales del Ministerio de Educación, en el 2012 la matrícula total en Ataco fue de 5.801 estudiantes y según el Departamento Administrativo Nacional de Estadística (DANE), en el municipio hay 6.950 pobladores entre los 5 y los 19 años. De esta manera, habría 1.149 menores y jóvenes en edad de estudiar que no están asistiendo a las aulas y que podrían estar asistiendo a las minas.
Así que, aunque la situación no es clara, entidades como el ICBF trabajan para identificar y tratar de arrancar el problema del trabajo infantil. De igual manera, las instituciones educativas, la Policía de Infancia y Adolescencia y las autoridades locales dicen estar haciendo programas, jornadas extracurriculares, con el fin de que los niños tengan opciones de vida diferentes a las laborales en la población.
A su vez se construyen en la población varios escenarios deportivos para los menores de los barrios más afectados, afirma el alcalde Jiménez. Pero asegura, los programas locales no han sido suficientes para erradicar el problema e insiste en que necesita de más ayuda del Estado, que, desde que se denunció el problema, no ha prestado el suficiente apoyo, para una situación que trae más pobreza y desigualdad al municipio tolimense.
Mientras tanto, decenas de niños viajan todos los días, en sus bicicletas, en buses que los llevan a 2, 3 y hasta 10 horas de sus casas, armados de pico y pala al río Saldaña, a quebradas o a montañas, con la esperanza, quizás inocente, de encontrarse entre la tierra y el agua, esas piedras diminutas brillantes que los saquen de la pobreza.
*Los nombres de los niños fueron cambiados en cumplimiento del código de infancia, mientras que los de los mayores fueron cambiados por solicitud de los entrevistados.
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