Aden sabe que a la muerte de los animales le sigue la de los niños. "Cuando murieron todas mis cabras por la sequía, no tuvimos otra alternativa que irnos de Somalia", dice este joven pastor, que caminó seis noches con su familia, por el desierto, hasta los campos de refugiados de Dadaab, en el este de Kenia. "Es muy duro cuando tienes que dejar tu casa para que tus hijos no se mueran de hambre", dice, tocándose el abdomen con los dedos.
Son 465.000 los refugiados que viven en carpas y chozas improvisadas en los campos de Dadaab, y la cifra sigue creciendo a una tasa alarmante: cada día, 1.000 más cruzan la frontera desde Somalia. Desde hace cuatro años, el Cuerno de África vive una fuerte sequía que, en los últimos meses, alcanzó límites dramáticos. Hace tres meses, la ONU declaró la emergencia humanitaria para más de 12 millones de personas que sobreviven gracias a donaciones internacionales. "Acá se concentran los refugiados del sur Somalia, lo que nos permite monitorear la situación en esta área, pero hay zonas como Turkana (noroeste de Kenia) donde familias enteras mueren de hambre en silencio", dice Nicholas Ondiro, de la agencia de las Naciones Unidas para los refugiados (Acnur), que, en coordinación con una veintena de ONG, administra los campos de Dadaab desde hace 20 años.
O el hambre o Al Shabaab
Los somalíes que han llegado en las últimas semanas coinciden en que la sequía es la estocada final a unas condiciones de vida insoportables. En guerra civil desde 1991, Somalia es hoy tierra de mafias y corrupción, controlada por piratas en las provincias del norte y por el grupo fundamentalista Al Shabaab en el sur, donde no hay presencia del frágil Gobierno de Transición Federal.
"Los Shabaab nos obligan a vivir bajo sus reglas -dice Abdi, un viejo alto con la barba anaranjada por la henna, una tintura vegetal-. Nos prohíben salir de la casa sin su permiso y hasta nos castigan si no llevamos el turbante como ellos dicen. También cobran el zakat (impuesto islámico para caridad) y se lo quedan para mantener a sus tropas en el pueblo".
Un joven que lo escucha complementa: "Ni siquiera le puedes dar a la mano a una mujer en público ni beber alcohol ni mascar miraa (una planta con un ligero efecto estimulante), porque te pueden matar de un disparo. Para ellos, las mujeres tienen que cubrirse hasta las manos, y tienen prohibido usar brasier, porque Al Shabaab dice que es una costumbre de los occidentales, del enemigo".
Escucho la historia de una mujer que fue violada por milicianos y luego apedreada a muerte por ellos mismos por adulterio. Una emisora simpatizante de Al Shabaab realizó hace poco un concurso infantil sobre el Corán y premió a los ganadores con rifles AK-47 y granadas de mano. "Si fueran verdaderos musulmanes, no estarían aterrorizando a sus propios hermanos de fe", dice Abdi.
¿Prisión a cielo abierto?
Llevando un bui bui negro que solo deja ver sus ojos, Fatuma dice que invirtió sus ahorros en pagar una camioneta que la llevara desde Mogadiscio, la capital somalí, a Dadaab. Viajó durante tres días con sus 11 hijos. "Ya no tengo nada en Somalia, pero aquí me siento segura. Nos dan comida y educación para mis hijos, y puedo traer a los que están enfermos para que tengan atención médica gratis", dice, mientras señala con la mirada unos bracitos escuálidos que le rodean el cuello.
Los recién llegados encuentran en Dadaab privilegios antes impensables, que les proporcionan las agencias de cooperación internacional. Para otros, es una gran prisión a cielo abierto. Hussein llegó a Dadaab en 1992, cuando colapsó el Gobierno de Somalia y estalló una guerra tribal en la que murieron dos de sus hermanos. Tenía 4 años. "Desde hace 19 años, no estoy en otro lugar". Su estatus de refugiado le da acceso gratuito a necesidades básicas, pero su movimiento está restringido a los límites de Dadaab, donde solo hay arena, chamizos y hienas en casi 100 km a la redonda.
"Los campos están saturados. Acá no hay oportunidades, no puedo evolucionar ni moverme libremente, y no me está permitido ir a otra ciudad para buscar trabajo", dice Hussein. Luego añade con una amarga carcajada: "¡A menos que volviera a Somalia!".
Como Hussein, miles que llegaron en los 90 ven con ansiedad la prolongación infinita de su estadía. Algunos han construido asentamientos más sólidos, reforzando las paredes de adobe con aluminio de los tarros en que viene empacada la comida donada por Usaid. Resplandecen en medio del desierto estas chozas made in USA. Ya hay zonas con mercados de verduras, bares, canchas de fútbol y un precario sistema de taxis en el campo de Hagadera, uno de los más antiguos.
Miembros de la comunidad local ven esto con preocupación. Una funcionaria del Departamento de Asuntos de Refugiados del Gobierno de Kenia, que pidió no ser identificada, dice que es problemático que por tantos años, y sobre todo en época de hambruna, los kenianos de la zona vean cómo los refugiados son auxiliados con alimentos, salud y educación, mientras ellos sobreviven como pueden. "Entendemos su tragedia, pero en el futuro vamos a tener en Dadaab un microestado somalí dentro de Kenia. Para nuestro Gobierno, el costo político y económico es demasiado alto". Recuerda que, con casi medio millón de refugiados, Dadaab es ya la tercera ciudad más poblada de Kenia y tiene más somalíes que Mogadiscio.
Convoy a la frontera
Temprano en la mañana sale un pequeño convoy rumbo a Liboi (frontera con Somalia), a 80 kilómetros de Dadaab, con 3 buses, 2 vehículos de ayuda humanitaria y una camioneta vieja con 4 policías. Por el radioteléfono se escucha: "Convoy de Liboi, vamos en camino". Es la voz de Mohammed, el robusto keniano que coordina la operación. "Entramos y salimos -son sus instrucciones para el convoy-, cargamos a los refugiados que acaban de entrar de Somalia y los llevamos a Dadaab inmediatamente. Quiero estar de regreso a la hora del almuerzo. Inshallah (que Alá lo permita)".
No exageran. Es tierra de nadie y ha servido con frecuencia de refugio a células de Al Shabbab y a shiftas (grupos de bandidos armados y cuatreros). El convoy avanza veloz, levantando nubes de polvo -la tripulación, en silencio absoluto- y sobrepasando cada tanto caravanas de camellos que mujeres en túnica guían hasta los pozos de agua.
La misión es recibir a los inmigrantes con asistencia básica cuando entran a Kenia y trasladarlos a los campos. Hace un mes, muchos caían muertos en esta carretera, y cada semana decenas de madres abandonaban a sus hijos al lado del camino, para seguir con el que ellas veían que sobreviviría. "Lo llamamos 'tomar la decisión del diablo' ", explica Mohammed.
Ya en Liboi, familias de nuevos refugiados esperan su traslado a Dadaab, sentados en el suelo y rodeados por lo poco que trajeron para cruzar el desierto: una estera para dormir, una copa de madera en la que beben leche de camella, un bidón de agua y las loh, unas pesadas tablas con inscripciones del Corán. "Lo demás lo puedo dejar atrás, pero si pierdo estas tablas, pierdo a mis nietos, porque no podrán estudiar el Libro Sagrado", me dice un anciano.
Uno de sus nietos, Abbas, se desploma por el hambre. Quizá no alcance a llegar a Dadaab. Un equipo de Médicos Sin Fronteras que opera en la zona decide dejarlo en Liboi. Ponen su cuerpo en una camilla, al lado de un paciente de 14 años que tiene el hombro perforado por una bala de shifta.
"No creo que la situación en Dadaab vaya a mejorar pronto -dice, escéptico, Nicholas, del Acnur-. Aunque recibamos las donaciones internacionales necesarias para mantener a los refugiados, de la estabilidad de Somalia depende el futuro de estas personas". El conflicto en Somalia está afectando la región, sobre todo desde que el ejército keniano persigue a Al Shabaab en territorio somalí, en represalia por el secuestro de dos colaboradoras españolas de Médicos Sin Fronteras en Dadaab, el 13 de septiembre.
"Claro que cualquier ayuda hace una gran diferencia aquí", añade. Por fortuna, la ayuda llega de todas partes. Un microempresario español hizo una colecta con sus amigos y viajó a Dadaab la semana pasada para donar 2.500 pares de chancletas. Mientras las entregaba, personal del Acnur se reunía con representantes de la compañía sueca de accesorios para el hogar Ikea, para gestionar la donación de US$ 62 millones. A través de Acción Social, el Gobierno colombiano aportó US$ 150.000 a Acción Contra el Hambre, según una representante de esa ONG.
"Lo que más necesitamos ahora es ayuda de arriba -dice Nicholas. Una llovizna salpica por tres minutos; las gotas se evaporan al tocar la arena-. Parece que este mes van a volver las lluvias", dice. Inshallah.
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